-HOSPITAL-

Nunca había sentido algo parecido y estaba recién comenzando el ´´Año Nuevo´´. Posiblemente creyendo que sería mejor bajo los engaños de un optimismo totalmente descabellado, falso; como luego me daría cuenta. Lo sabía. Había dormido muy bien esa noche y la mañana del 29 de enero se dejaba ver soleada por la ventana como siempre. Muchas cosas venían a mi mente y lograban hacerme sonreír hasta ese momento.
El dolor vino al rato, un dolor extraño que nunca conocí en lo que tengo de andar por la vida de dolores tan variados como colores hay en el espectro de la luz. Tenía que llevar mi mano al lado izquierdo y abajo de mi abdomen y ponerme en posiciones incómodas y cambiar cada vez porque el dolor me seguía a donde quiera que me movía.
No me interesa dar los detalles específicos y no por ´´pudor´´ o por ´´verguenza´´ sino porque simplemente me dediqué a sacar lo que me llamó la atención de mi experiencia. Además no quiero aburrir con mi relato, así que, total: terminé en el hospital esa misma noche. Una torsión testicular jamás se deja para después, el dolor nunca lo permitiría. ¡Mierda!
Fue una noche que desbordaba de locura, locura por todas partes. Se lograba asomar siempre y por cada rincón entre paredes frías; pese al miedo que sentía, la locura de estar ahí me cautivaba. No tenía idea de qué o cómo es como se mueven las cosas en los hospitales porque nunca antes había estado consciente de estar en uno.
Todo el mundo me veía con caras atentas. Era el ´´nuevo´´. Sabían lo que era llegar donde no se sabe nada. Ellas y ellos lo pasaron y sus batas me dejaban ver como ya lo sabían todo y a lo mejor tenían días o muchas horas de haberlo descubierto. Me tomó por sorpresa esto de las batas. La enfermera con tono amable me pidio que me la pusiera, tenía que quitarme todo y meterlo en una bolsa negra para uniformarme como todos y todas las demás. No sabía ponerme la bata y ni siquiera tuve tiempo de sonrojarme por mi estupidez. Ella sabía comprender y tuvo paciencia. Veía el miedo y la duda en mis ojos perdidos y asustados viendo hacia todas partes, viendolo todo y entendiendo muy poco.
Me senté en la silla de ruedas que me esperaba. Nunca antes había estado en una y lo disfruté, me gustó el paseo infinito por interminables pasillos de luces casi imperceptibles. Luces de hospital. Finalmente llegamos a la sala de operaciones. La puerta aún estaba cerrada. El enfermero que me llevó me deseó suerte y se alejó dejándose tragar por la oscuridad del pasillo. Estoy solo ahora. Es la soledad más viva que he sentido jamás. Me conocí ese día y recordé no sé por qué a Tai, mi tía que murió en el 99...
La espera frente a la puerta se hizo eterna y mientras, me puse a probar mi silla de ruedas, di vueltas como quien no sabe lo que le espera. Disfruté mi práctica con la silla y logré dominarla a la perfección. Debío verse bastante bizarro y no me importó. La puerta finalmente se abrió y una silueta me dijo: ´´Ya es hora´´. Era la enfermera amable de antes que se dejó ver la cara tras la mascarilla que usan. Y respiré más tranquilo.
Logré subirme a la camilla temblando de pies a cabeza pero intentaba hacerme el más natural, como si estuviera relajado. y me siguieron la corriente. -Ellos saben tratar con mentirosos asustados-pensé-. Me preguntaron cosas, mi nombre, dónde vivía y demás engaños para desviar la atención. Recuerdo haber preguntado si ya me habían puesto la anestesia (Según yo, quería darme cuenta). Y no recuerdo nada después de mi ingenua pregunta.

Desperté y me habían operado satisfactoriamente. Reconocí las caras de mis papás. Me veían como hace mucho no me veían. Estaban preocupados pero bastante tranquilos de verme, pese a mis ojos adormilados y frases incoherentes que me esforzaba por balbucear. Para entonces estaba bastante anestesiado y terminé en la sala de recuperación sin una gota de dolor. Urología era una sala donde sólo habíamos hombres. A esa hora todos dormían y me dormí también.

Llegó la mañana y con ella rompimos el hielo. Al rato ya respirabamos un aire de camaradería entre todos los presentes. Unos operados y otros esperaban dos o tres días para ser intervenidos. Todos contamos historias y reíamos a menudo. Reíamos pero bien sabíamos que no nos veríamos nunca más. Veníamos todos de diferentes partes y por distintos motivos. Nos convertimos en eruditos de nuestras desgracias corporales y las explicábamos abiertamente los unos a los otros asintiendo con nuestras cabezas. ¡Sí sí sí! , ¡Uuuy qué feo!, ¡Qué doloroso!, cosas así. Reímos cuando la enfermera no me creyó que ya podía comer sólidos. La perseguí por el pasillo para lograr mi desayuno y todo me supo como la comida más deliciosa de este mundo!. Las historias iban y venían y todos éramos desconocidos y lo único que nos unía eran los lazos invisibles de una desgracia momentánea.
Me dieron de alta y tuve que despedirme de ellos. Salí feliz de estar bien y consciente de que a los amigos del hospital no los voy a ver nunca más. Así es, entendí como es que son las cosas ahí...

1 comentario:

Uno que mira dijo...

Y a veces el mundo
es un hospital
donde no hace falta
tener
torsión testicular
para que lo internen a uno
donde a veces no puede comer sólidos
donde ríe con gente que no volverá a ver
donde previo a una cirugía uno se da cuenta de cualquier soledad y piensa, más que en una tía, en la muerte.
Yo no sé si estaré exagerando y mirando en ese texto no un retrato ajeno sino el del espejo, carajo.